En lugar de ser solución, es problema
Estimado Ingeniero: Le escribo este texto como ciudadana. Como consumidora. Como mexicana preocupada por el destino de mi país y por el papel que usted juega en su presente y en su futuro. He leído con detenimiento las palabras que pronunció en el Foro “Qué hacer para crecer” y he reflexionado sobre sus implicaciones. Su postura en torno a diversos temas me recordó aquella famosa frase atribuida al presidente de la compañía automotriz General Motors, quien dijo: “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”. Y creo que usted piensa algo similar: lo que es bueno para Carlos Slim, para Telmex, para Telcel, para el Grupo Carso es bueno para México. Pero no es así. Usted se percibe como solución cuando se ha vuelto parte del problema; usted se percibe como estadista con la capacidad de diagnosticar los males del país cuando ha contribuido a producirlos; usted se ve como salvador indispensable cuando se ha convertido en bloqueador criticable. De allí las contradicciones, las lagunas y las distorsiones que plagaron su discurso y menciono las más notables.
Usted dice que es necesario pasar de una sociedad urbana e industrial a una sociedad terciaria, de servicios, tecnológica, de conocimiento. Es cierto. Pero en México ese tránsito se vuelve difícil en la medida en la cual los costos de telecomunicaciones son tan altos, la telefonía es tan cara, la penetración de internet de banda ancha es tan baja. Eso es el resultado del predominio que usted y sus empresas tienen en el mercado. En pocas palabras, en el discurso propone algo que en la práctica se dedica a obstaculizar.
Usted subraya el imperativo de fomentar la productividad y la competencia, pero a lo largo de los años se ha amparado en los tribunales ante esfuerzos regulatorios que buscan precisamente eso. Aplaude la competencia, pero siempre y cuando no se promueva en su sector. Usted dice que no hay que preocuparse por el crecimiento del Producto Interno Bruto; que lo más importante es cuidar el empleo que personas como usted proveen. Pero es precisamente la falta de crecimiento económico lo que explica la baja generación de empleos en México desde hace años. Y la falta de crecimiento está directamente vinculada con la persistencia de prácticas anti-competitivas que personas como usted justifican.
Usted manda el mensaje de que la inversión extranjera debe ser vista con temor, con ambivalencia. Dice que “las empresas modernas son los viejos ejércitos. Los ejércitos conquistaban territorios y cobraban tributos”. Dice que ojalá no entremos a una etapa de “Sell Mexico” a los inversionistas extranjeros y cabildea para que no se permita la inversión extranjera en telefonía fija. Pero al mismo tiempo, usted como inversionista extranjero en Estados Unidos acaba de invertir millones de dólares en The New York Times, en las tiendas Saks, en Citigroup. Desde su perspectiva incongruente, la inversión extranjera se vale y debe ser aplaudida cuando usted la encabeza en otro país, pero debe ser rechazada en México.
Usted reitera que “necesitamos ser competitivos en esta sociedad del conocimiento y necesitamos competencia; estoy de acuerdo con la competencia”. Pero al mismo tiempo, en días recientes ha manifestado su abierta oposición a un esfuerzo por fomentarla, descalificando, por ejemplo, el Plan de Interconexión que busca una cancha más pareja de juego. Usted dice que es indispensable impulsar a las pequeñas y medianas empresas, pero a la vez su empresa —Telmex — las somete a costos de telecomunicaciones que retrasan su crecimiento y expansión.
Usted dice que la clase media se ha achicado, que “la gente no tiene ingreso”, que debe haber una mejor distribución del ingreso. El diagnóstico es correcto, pero sorprende la falta de entendimiento sobre cómo usted mismo contribuye a esa situación. El presidente de la Comisión Federal de Competencia lo explica con gran claridad: los consumidores gastan 40 por ciento más de los que deberían por la falta de competencia en sectores como las telecomunicaciones. Y el precio más alto lo pagan los pobres.
Usted sugiere que las razones principales del rezago de México residen en el gobierno: la ineficiencia de la burocracia gubernamental, la corrupción, la infraestructura inadecuada, la falta de acceso al financiamiento, el crimen, los monopolios públicos. Sin duda todo ello contribuye a la falta de competitividad. Pero los monopolios privados como el suyo también lo hacen.
Usted habla de la necesidad de “revisar un modelo económico impuesto como dogma ideológico” que ha producido crecimiento mediocre. Pero precisamente ese modelo —de insuficiencia regulatoria y colusión gubernamental— es el que le ha permitido a personas como usted acumular la fortuna que tiene hoy, valuada en 59 mil millones de dólares. Desde su punto de vista el modelo está mal, pero no hay que cambiarlo en cuanto a su forma particular de acumular riqueza.
La revisión puntual de sus palabras y de su actuación durante más de una década revela entonces un serio problema: hay una brecha entre la percepción que usted tiene de sí mismo y el impacto nocivo de su actuación; hay una contradicción entre lo que propone y cómo actúa; padece una miopía que lo lleva a ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio.
Usted se ve como un gran hombre con grandes ideas que merecen ser escuchadas. Pero ese día ante los diputados, ante los senadores, ante la opinión pública usted no habló de las grandes inversiones que iba a hacer, de los fantásticos proyectos de infraestructura que iba a promover, del empleo que iba a crear, del compromiso social ante la crisis con el cual se iba a comprometer, de las características del nuevo modelo económico que prometería apoyar. En lugar de ello nos amenazó. Nos dijo —palabras más, palabras menos— que la situación económica se pondría peor y que ante ello nadie debía tocarlo, regularlo, cuestionarlo, obligarlo a competir. Y como al día siguiente el gobierno publicó el Plan de Interconexión telefónica que buscaría hacerlo, usted en respuesta anunció que Telmex recortaría sus planes de inversión. Se mostró de cuerpo entero como alguien dispuesto a hacerle daño a México si no consigue lo que quiere, cuando quiere. Tuvo la oportunidad de crecer y en lugar de ello se encogió.
Sin duda usted tiene derecho a promover sus intereses, pero el problema es que lo hace a costa del país. Tiene derecho a expresar sus ideas, pero dado su comportamiento, es difícil verlo como un actor altruista y desinteresado, que sólo busca el desarrollo de México. Usted sin duda posee un talento singular y loable: sabe cuándo, cómo y dónde invertir. Pero también despliega otra característica menos atractiva: sabe cuándo, cómo y dónde presionar y chantajear a los legisladores, a los reguladores, a los medios, a los jueces, a los periodistas, a la intelligentsia de izquierda, a los que se dejan guiar por un nacionalismo mal entendido y por ello aceptan la expoliación de un mexicano porque —por lo menos— no es extranjero.
Probablemente usted va a descalificar esta carta de mil maneras, como descalifica las críticas de otros. Dirá que soy de las que envidia su fortuna, o tiene algún problema personal, o es una resentida. Pero no es así. Escribo con la molestia compartida por millones de mexicanos cansados de las cuentas exorbitantes que pagan; cansados de los contratos leoninos que firman; cansada de las rentas que transfieren; cansados de las empresas rapaces que padecen; cansada de los funcionarios que de vez en cuando critican a los monopolios pero hacen poco para desmantelarlos. Escribo con tristeza, con frustración, con la desilusión que produce presenciar la conducta de alguien que podría ser mejor. Que podría dedicarse a innovar en vez de bloquear. Que podría competir exitosamente pero prefiere ampararse constantemente. Que podría darle mucho de vuelta al país pero opta por seguirlo ordeñado. Que podría convertirse en el filántropo más influyente pero insiste en ser el plutócrata más insensible. John F. Kennedy decía que las grandes crisis producen grandes hombres. Lástima que en este momento crítico para México, usted se empeña en demostrarnos que no aspira a serlo.
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